jueves, 21 de julio de 2011

Providencia

Para los primos.

Hasta hace más o menos 10 años yo todavía soñaba con esa finca.  Tenía un árbol de nísperos, un papayo macho o hembra, no recuerdo, pero de esos que nunca dan papayas, un árbol de guayaba dulce y otro de guayaba agria, un mango, varios árboles de naranjas y mandarinas, un eucalipto y muchos palos de café.
El abuelito León construyó con la ayuda de Germán, el mayordomo, una casita de muñecas que tenía luz y agua. Me impresionaba que mi abuelito supiera hacer cimientos y poner medidas de nivel.  Cuando la terminó me entregó la llave a mí con algún discurso que destacaba la importancia de ser responsable ya que yo era la nieta mayor y, amarrada de una cabuya, me la colgó del cuello. Así que mi pinta de todos los días consistía en un vestido de baño y esa llave única colgando sobre mi barriga que me hacía propietaria, en sociedad con mi hermana y mis primos, de un predio para nosotros en Providencia.
Lucero, que fue la que me presentó la canción Malagueña, diciéndome que dónde más va a tener uno los ojos sino debajo de esas dos cejas, era la esposa de Germán.  Tenían dos hijos: Germán Darío y Nini Johana que habían nacido, él, en el furor de alguna novela venezolana y ella, cuando era reina su tocaya.  Hoy, si están vivos, son personas de más de 30 años.  En la casa de ellos, que también construyó mi abuelito, estaba instalado el único televisor de la finca, por lo que todos los nietos nos la pasábamos allá viendo Mazinger Z y cosas por el estilo, que no sé si le gustaban a Germán, pero que era lo que poníamos.
La finca estaba ubicada en una de las regiones más lluviosas de Colombia, Tarapacá.  En esa época oía decir que después de los aguaceros que les tocaba soportar a los del Chocó, seguíamos nosotros en índices de pluviosidad.  Como el techo era de eternit sin tejas de barro ni cielo raso, cuando llovía de noche el ruido no me dejaba dormir; nunca me quejé.  Esa es la edad en la que uno es capaz de adaptarse a todo.  Luego uno crece, se vuelve complicado y ya no tolera una noche incómoda porque amanece con los ojos hinchados.
Solo una vez fuimos a misa en la vereda San Andrés.  No volvimos porque ese día, delante de toda la concurrencia - recolectores de café y otros mayordomos de las fincas cercanas - al cura le dio por hacer un discurso populista sobre los ricos y los pobres y mi abuelito, que tenía hermano cura y bravo al que él le daba sermones, se sintió insultado.
Empezaron a robarnos.  Primero las cosas y ropa que dejábamos afuera por las noches, luego un pesebre que era de mi mamá, después se entraron y se llevaron todos los electrodomésticos dejándonos de regalo los cables para conectarlos.
La vereda se dañó y el abuelito tomó la decisión de vender la finca "a puerta cerrada", que significa con todo lo que hay adentro, incluidos los patines de mi hermanita y yo.
Siempre tuve ganas de volver.
Hace como 2 años estuve allá otra vez.  Fui con mi primo Camilo.  Los recuerdos de infancia lo llenan a uno de expectativas grandes: la piscina no es olímpica, el kiosko, que también hizo mi abuelo, solo conserva unos ladrillos, la casa de los agregados es pequeña y la casita de muñecas es verdaderamente diminuta.  Nos dejaron entrar y recorrer la casa principal y cada uno fue a donde quería ir.  De pronto me encontré en el cuarto que era de la tía Ángela frente a un mueble grande en forma de trapecio que tiene una puerta a cada lado de un centro con cajones.  Después de casi 25 años de no ir a ese lugar jugué a abrir una de esas puertas para comprobar que el sonido producido era absolutamente idéntico al que sonaba en mi cabeza.  Sentí que yo era todavía los momentos bonitos de la niñez en Providencia.


lunes, 18 de julio de 2011

Duele

Sí tengo tema, pero no quiero herir susceptibilidades: las mías.
Porque he creído que no es bueno exponer el dolor para que gente a la que no le importo se ría.
Y ocultar que soy vulnerable me protege de eso y me da una falsa sensación de fortaleza.
Pero para empezar a ser fuerte hay que reconocer que nos duele lo que nos duele y que nos hiere a veces la vida... que dejamos un lado descubierto porque creemos que por ahí nadie puede hacernos daño, porque no podemos cubrir todos los frentes y es necesario en algún punto confiarnos.
Y una amiga que pasar por un dolor que no puedo comparar con el mío me da una lección de humildad ante la vida: no hay necesidad de duelos clandestinos.
Y duele y me importa... duele.