viernes, 7 de noviembre de 2014

Un turpial

No sé en qué irá la educación musical de niños y adolescentes por estos días. No sé si ahora dejan cantar a todo el mundo, si lo intentan con todos, si le dan una esperanza a los arrítmicos y desafinados. Creo que cantar puede ser para muchas personas una actividad gratificante aunque no lo hagan bien o incluso si lo hacen muy mal. ¿Por qué habría que privar a alguien de cantar solo porque no lo hace? ¿Solo porque no sabe que eso que hace no se llama cantar sino hablar con largas vocales hay que decirle que no lo haga? Tampoco sé si hay estudios que prueben que cantar tiene un efecto claro sobre la salud o sobre alguna otra cosa, pero sin duda tiene un efecto sobre el espíritu. Yo me desaburro cantando, si estoy sola canto, si estoy con amigos canto; la música que me gusta es la que puedo cantar, la que me sé. Y casi que exclusivamente es la música que oigo, la que puedo cantar o la que me gusta lo suficiente como para aprenderme su letra. Cuando pongo música clásica —cada vez menos, qué pesar— voy directo a las obras que alguna vez monté y a los pedazos que todavía recuerdo. Y si es de esa que no tiene letra entonces tarareo. Lo que me gusta es reproducir sonidos con la voz, cantar. Por lo mismo, si tengo que hacer algo que me exige concentración, no puedo poner nada que conozca, porque cantar le va a ganar a cualquier otra actividad. Por eso paso mucho tiempo en silencio, porque luego se me olvida poner música y porque cuando la pongo es porque quiero cantar. Cantar, cantar, cantar.

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Cuando estábamos en sexto o séptimo de bachillerato llegó una profesora de música nueva al colegio. Guitarra terciada y todas las capacidades para, por fin, armar un coro decente para cantar en las misas y en los actos de clausura del Gimnasio los Cerezos. Empezó con las clases y nos enseñó un canon sencillo. Repetimos el canon hasta el cansancio y después vino la audición para pertenecer al coro.

Nos hicimos todas en fila y cada una cantó el canon completo sola y a capella. Al lado mío estaba Pamela. Yo sabía que Pamela no cantaba porque uno sabe esas cosas y porque además ella y yo nos íbamos juntas todos los días en la ruta del colegio, cantando. Cantábamos casi siempre. A veces pienso que soy buena contralto de coro por ese entrenamiento que hice con Pamela —y con otras niñas del salón— de cantar una línea afinada sin importar qué estuvieran cantando ellas. Pamela no cantaba. Creo que es por un problema de respiración: ella exhala aire de sobra para cada sílaba y así no hay nota que afine. Es como tratar de que una bomba llena de aire emita un sonido por su boca entrecerrada, si uno logra controlar la salida de aire se produce un pito, pero si lo deja salir todo muy rápido... Bueno, no suena nada. Creo que ese es su problema, el aire, no el oído. En teoría creo que Pamela podría cantar si aprendiera a controlar la salida de aire, pero en la práctica, no canta.

Ese día sucedió un milagro. Pamela cantó el canon perfectamente de principio a fin. Todas las notas. Yo la miraba impresionada y ella veía a la profesora con esa autoconfianza de mentiritas que no dejaba saber que estaba insegura; yo sabía que estaba asombrada de sí misma y que eso no era lo que esperábamos que sucediera. Mientras cantaba cada una de las sílabas del canon yo la miraba —y ella lo sabe— como esperando a que el acróbata se resbalara, con la misma angustia y el mismo deseo de tenderle una red debajo de la cuerda floja. Ese día el canon, que es cortico, se me hizo eterno en la voz de Pamela:

En-la-ra-ma-del-no-o-gal
Can-tay-tri-na-un-tu-ur-pial
Tra-la-la-la-la-la-la-la-la-la-lá
Tra-la-lá
Tra-la-lá

Pamela terminó de cantar y me miró con cara de satisfacción. Yo la miré y me alegré sinceramente. Todo ese entrenamiento coral de la ruta del bus había surtido efecto. Creo que las dos terminamos pensando ese día que ella sí cantaba y que habíamos estado equivocadas todo el tiempo. Y lo mismo pensó la profesora, Pamela entró al coro.

Lo terrible sucedió días después cuando la profesora se dio cuenta de lo que nosotras ya sabíamos. Ya lo sabíamos, pero eso no impedía que Pamela estuviera feliz de pertenecer a un coro al que probablemente no tenía mucho que aportarle musicalmente, pero en el que de todas maneras hacía algo que la mantenía contenta: cantar.

La profesora decidió un buen día que había que hacer otra audición con el fin único y exclusivo de sacar a Pamela. Ese día repetimos el ejercicio y el mismo milagro no podía suceder dos veces. Pamela se desafinó y al final la profesora decidió que todas volvimos a pasar al coro, menos ella.

Hoy nos da mucha risa acordarnos de eso, pero creo que es de las cosas más crueles que nos pasaron en el colegio. Darwin, la supervivencia del más fuerte y un turpial desafinado al que le dicen que mejor lea.