Mi papá me pegó una vez unos correazos para castigarme por un daño que habíamos hecho mi hermana y yo en la sala de la casa. Jugando, y después peleando, caímos juntas sobre la cortina de la biblioteca y con el tubo metálico que sostenía la tela y que se desprendió de la pared, dañamos un reloj de balines que él había traído de Alemania.
Lo dañamos para siempre.
Cuando mi papá llegó de trabajar mi mamá lo recibió con la historia y mi papá nos anunció los correazos.
Pero la verdad es que mi papá no quería pegarnos. Él solía resolver los problemas que tenía con nosotras conversando. Entonces demoró la pela. Hoy lo imagino triste por tenernos que pegar, mientras que mi hermana y yo esperábamos ansiosas a que se decidiera.
No sé cuánto tiempo pasó, pero fue el suficiente para que el asunto de le saliera de las manos y se configurara la tortura de la espera.
Cuando llegó a mi cuarto yo estaba desconfigurada llorando. Mi papá ya había prometido el castigo y él cumplía esas promesas. Me pidió que me acomodara para la nalgada y yo lloraba a los gritos como si de verdad mi papá me estuviera matando. Cuando por fin me volteé mi papá me pasó la correa aperezada y sin fuerza.
Creo que la decisión de prohibir el castigo físico que tomó el Congreso colombiano lo hubiera librado también a él de la tortura de pegarnos.
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