domingo, 8 de enero de 2012

Cerrado por inventario

Creo que tenía 13 años cuando empecé a trabajar en la papelería todas las vacaciones de final de año hasta que cumplí 16 años.  Mi mamá me hacía comprar una forma Minerva 10-03 y llevársela a mi tío con todo el protocolo.  Siempre sentía que los estaba metiendo en problemas y que mi solicitud les suponía una incomodidad que podía terminar en que la policía me encontrara ahí y se llevara a mi tío para la cárcel por tener menores de edad trabajando: una de las formas de esclavitud.  Pero una vez me explicaban eso, cómo me iban a contratar y cómo lo iban a manejar contablemente yo me ponía un delantal y empezaba a "trabajar".

Lo que más me gustaba de ese trabajo es que conocía mucha gente que me parecía interesantísima.  Los empleados de la papelería fueron los primeros amigos que hice por fuera de mi casa o del colegio, eran personas adultas que me cuidaban muchísimo, como si fuera responsabilidad de ellos enseñarme algo mientras estuviera ahí, pero que nunca me hicieron sentir menor que ellos.  Creo que la primera traga seria también la tuve allá: un ayudante de temporada navideña que entró a trabajar en la bodega; no me acuerdo cómo se llamaba, pero me parecía divino, como el Tony de West Side Story, peliengominado y todo.  Creo que yo también le gustaba, pero nunca pasó nada.  Solamente una vez bailamos lambada en la bodega frente a los ojos protectores de Doris, la jefe de esa área y los otros 3 que estaban ahí... qué escándalo.  En su último día de trabajo me pidió el teléfono y nunca me llamó.

Trabajé siempre en la sección de tarjetas, credenciales y esas cosas románticas de Timoteo o lo que sea que haya precedido esa moda, ya no recuerdo; pero como a mí me encantaba atender personas nunca me quedaba en la sección que me habían asignado, yo acompañaba a la gente hasta donde estaban las cosas que necesitaban, creo que era porque me esmeraba para ganarme un halago por mi manera de atenderlos y porque generalmente lo lograba, vanidad de vanidades.  Me gustaba que me reconocieran el esfuerzo que había hecho en aprenderme todas las clasificaciones de los papeles y los espesores del icopor, el corcho y el balso.

Mi tío era muy exigente con el trabajo.  Una vez que pasó por mi lado y vio que yo no estaba haciendo nada me preguntó que si estaba de balde... aprendí el significado de esa expresión y que si no estoy haciendo nada igual puedo estar sacudiendo, así que permanecía con un trapo rojo en el bolsillo del delantal para que cuando todo estuviera limpio y en orden yo pudiera sacudir lo sacudido y no ganarme un regaño tonto dándole a mi tío la oportunidad de lucirse reprendiendo a la sobrina delante de todo el mundo.  Si mi tío iba a hacer el papel de empleador burgués, yo hacía divino mi papel de proletariado y lo criticaba a sus espaldas y salía a comprar frutas y buñuelos a escondidas para mis compañeros.  Qué podía hacer... creo que se hacía el que no se daba cuenta para no tener que despedirme.

Aprendí un montón de cosas.  Lo raro de esos aprendizajes es que nunca nadie me dijo que estaba aprendiendo nada, así que me he ido dando cuenta de que aprendí cosas a medida que las he tenido que explicar a otras personas.  Aprendí cómo funcionan los códigos, como se hacían pedidos a la bodega, como se despachaban y cómo había que recibirlos; aprendí a poner precios, a cuadrar caja y a hacer arqueos; aprendí un poquito a costear servicios, a hacer pedidos a proveedores teniendo como referencia las existencias y la demanda, a atender gente y a lidiar con las personas; creo, honestamente, que en mi familia corre el gen de manejo de personal que no me quisieron heredar... esos que eran empleados de la papelería todavía aman a mis tíos y a mi mamá.  Y aprendí a hacer inventarios: todos los años, entre la temporada navideña y la escolar cerrábamos la papelería durante 3 días completos y lo contábamos todo para darnos cuenta de que siempre se perdían cosas.  Años después, cuando por primera vez y milagrosamente, el inventario cuadró peso con peso, fue que supimos que algo raro estaba pasando y que nos estaban robando.

A pesar de que estaba chiquita, ese trabajo en la papelería es de los que más cansada me ha dejado en la vida, eran jornadas de más de 8 horas de pie, subiendo y bajando, cargando, llevando y trayendo, ¡delicioso! Todo el día haciendo cosas sencillas pero muy gratificantes... y esto va a sonar cursi, pero creo que lo que lo hacía tan bueno era servir.  Servirle a la gente, ayudarle con cosas muy simples, ayudarle a comprar papel.  Una tontería.  Como adulta solo recuerdo otro trabajo similar que me dejaba la misma sensación.  Parece que lo que me mueve es la gente... y servir.

Habrá que tomar nota: cerrado por inventario.

3 comentarios:

Óscar (@Redpillx) dijo...

Sonará trillado pero tu post hace muy cierto aquello de quien no nace para servir, no sirve para vivir. La plenitud de la vida quizás se define en lograr saber para qué "sabor" del servicio estamos diseñados. Gracias. Me has hecho pensar al respecto. Me haces reevaluar cuál es el tipo de servicio que me hace feliz :)

alvaron dijo...

Me gustó Anita, simplemente me gustó, me hizo recordar mis años de trabajo infantil en la fotografía de nuestro abuelo, donde aprendí muchs de las cosas que tu aprendiste donde en la papelería de tu tío. La diferencia principal es que en la fotografía solo trabajaban una señoras muy mallores, como de 30 o 35 años....

Adriana Villegas Botero dijo...

Yo también trabajé durante casi todas las vacaciones mientras estaba en el colegio, al igual que mi hermano. Creo que hoy está muy mal visto que los colegiales trabajen (mal visto por los papás, por los compañeros de colegio, por ellos mismos) y creo que se pierden de un gran aprendizaje, como dices tú.