Por esos días parecía que la ceniza volcánica ensombrecía todo, como si no cayera directamente sino que se quedara suspendida ahí en el ambiente, flotando e impidiendo que entraran los rayos del sol. O tal vez tengo el recuerdo de un solo día nublado y quedé con la impresión de que así transcurrieron muchos meses.
Estábamos en quinto de primaria y teníamos asignado un salón chiquito que daba directamente a las canchas y al patio del recreo, es decir, hacia afuera... como en las fincas, que tienen esos cuartos sin baño que dan al cafetal, en los que uno siente que nunca está adentro.
Fueron hasta el colegio a visitarnos unos geólogos de Ingeominas quienes nos explicaron, con la ayuda de un mapa, que el colegio estaba en la "zona naranja que ven acá". El mapa tenía dibujada toda el área de influencia del volcán. Ahí veíamos a Manizales como un punto grande en la zona de color amarillo pálido y a nosotros, como un punto diminuto, pintados en un circulito adyacente a la zona roja que correspondía al volcán directamente... "pero tranquilas, que nada les va a pasar". Eso sí, había que estar preparados para una eventual explosión. No se podían detener las clases y, si los temores llegaban a materializarse, no iban a permitir que nuestros papás fueran por nosotras al colegio. Eso me contestó una profesora mientras yo intentaba imaginarme a mi papá obedeciéndole a ella cuando llegara cual superman a rescatarnos a mi hermanita y a mí. "Que se entienda ella con él", pensaba yo.
La solución ofrecida estaba contenida en una circular que nos pedía llevar al colegio entre otras cosas: un sleeping o un colchón, linterna, pito, pilas, cobija, tapabocas y todos los enlatados que pudiéramos comprar. No sé por qué el colegio permitió que cada una administrara sus provisiones, con lo que las salchichitas enlatadas y las lecheritas desaparecieron rápidamente mientras esperábamos lo peor. Si "lo peor" llegaba a ocurrir nos iba a coger mal preparadas, porque nada de eso duró.
Lo que recuerdo de los días previos a la explosión del volcán, junto con el cielo oscuro permanentemente, es un salón de clase surcado por la luz de muchas linternas. Cada una envuelta en su cobija, con los tapabocas puestos... en la mano que quedaba libre el lapicero y los cuadernos sobre los pupitres llenándose con las notas que tomábamos de acuerdo con lo que íbamos resaltando con la luz sobre el tablero.
Finalmente el volcán explotó cuando estábamos durmiendo, ese año no volvimos al colegio.