Solo he tenido un alias en mi vida.
Me lo pusieron los papás de una amiga. No recuerdo sus nombres, pero eran unos señores mucho más adultos que mis papás porque mi amiga había nacido diez años después del que suponían sería el último de sus tres hermanos. Para mí eran unos abuelos.
En una época me invitaron a su finca muchas veces y muy seguido. Íbamos en un Land Rover viejo e incómodo con el mercado, la comida para no sé qué animales, Toña, la perra pastor alemán y nosotros cuatro: los papás de mi amiga, ella y yo.
Mi amiga, que iba en la parte de atrás con Toña y todas esas cosas, se dormía dos segundos después de haber salido de su casa. Y por eso, yo prefería irme adelante, sentada entre sus papás, conversando.
Pasábamos delicioso charlando. O eso sentía yo. No tengo ni idea de qué hablábamos, pero recuerdo que conversábamos todo el camino desde Manizales hasta su finca, que quedaba como a dos horas saliendo por la vía a La Linda y desviándose hacia Lisboa.
Desde la primera vez que fuimos a su finca ellos me pusieron el apodo ese. Y de ahí en adelante esa fue siempre la manera en la que se referían a mí. Nunca fui en esa casa Ana María, sino "Pastora, baja a desayunar", "Pastora, ¿quieres helado?", "Pastora, cuidado te muerde Toña que no le gusta que la gente corra", "¿Vas a ir con nosotros a la finca este fin de semana, Pastora?", "¡llegó Pastora!", "Ayúdenle a Pastora a organizar su cama" y así. Por lora, por conversadora, por charladorcita.
El apodo no me amilanó. Seguí haciendo méritos, entre otras porque estos señores tan abuelos lo decían con profundo cariño y creo que con tristeza de que mi amiga no les conversara casi y yo sí.
Hoy, hablando de alias, recordé a los papás de Ana Milena, unos abuelitos que tuve yo.